El pato ciego

Hace ya bastantes años, un simple paseo resultó ser el principio de una reflexión tan larga, que me ha llevado más de una década asimilarla en toda su magnitud. Al menos eso creo yo.

Salí con mi hijo – que entonces era un niño de ocho años – a dar un paseo con nuestras dos perritas. Éramos nuevos en el barrio y cerca de nuestra casa había un parque con un estanque. Aquel día, mientras les echábamos de comer trozos de pan, vimos una pareja de patos que no se separaban. Mejor dicho, uno iba detrás del otro y no le dejaba ni a sol ni a sombra.

Además, el que iba delante era mucho más robusto que el que le seguía y no tardamos en descubrir el motivo, que no era otro que ejercía de lazarillo de su compañero ciego. La gente echaba mucha más comida a la curiosa pareja que al resto, aunque el reparto era claramente desigual. A cambio de dejarse acompañar permanentemente, el pato que veía comía unos siete de cada diez trocitos de pan, por tres que podía alcanzar el que carecía de vista. Era sin duda la única forma que había encontrado de alimentarse y sobrevivir aun cuando no se llevara ni la mitad de lo que le correspondía.

Entonces sólo supe verlo como una anécdota, como una más de las maravillas a las que la naturaleza nos tiene acostumbrados.  El fin de la historia de los dos patos lo desconozco, porque mi hijo creció y dejamos de ir por allí. Quiero pensar que seguirían  compartiendo el pan, por el bien de los dos. Sin embargo, en realidad no ha terminado, porque hoy ha vuelto a mi mente, como todo aquello sobre lo que tenemos que recapacitar alguna otra vez.

Como cuando nos dejamos llevar por la inercia para no tomar las riendas de nuestro destino o de nuestros asuntos pendientes, ya sea por comodidad o porque nos resulta demasiado complicado desliar la madeja de todos los hilos que nos atan o inmovilizan.

En el caso del pato ciego, él no se quejaba y era lo natural porque sólo contaba con su instinto de supervivencia, pero en nuestro caso, aceptar vivir sólo con las migas de lo que podría correspondernos siempre lleva implícito tomar una decisión, aunque sea la de no hacer nada.

Chole Limón

Los frutos del árbol

Si de algo estoy segura es que la naturaleza es tan sabia que ningún árbol o planta se preguntará jamás, si a lo largo de una estación ha logrado crecer o florecer mejor que otros años. El mundo vegetal tiene la certeza de que siempre habrá nuevas semillas que brotarán en el momento oportuno, cualquiera que sea la circunstancia; y la vida se adaptará sin crear resistencias inútiles. Por eso, siempre fluye sin necesidad de hacer balances que juzguen la temporada como buena o mala por sus aciertos, cuando menos, por sus errores. La hoja caduca tiene asumido que tendrá que caer, tantas veces como vuelva a crecer.

En cambio, para nosotros, diciembre es el mes del recuento y de las nostalgias. Y yo, particularmente, había puesto mis expectativas en muchas cosas que no me ha dado tiempo a cumplir. Porque no era posible hacerlo sin existir días de más de veinticuatro horas o una voluntad inquebrantable que no he logrado tener. Iba a hacer deporte y a adelgazar tres kilos, pero en lugar de eso me tuve que operar una rodilla. También pensaba comer más sano y mejorar mi inglés – como poco -. Pero me he quedado casi igual en ese aspecto que el año anterior, porque la vida cotidiana absorbe y las fuerzas dan para lo que dan. Al menos, es lo que suelo decirme.

Pero eso no es realmente lo que importa. Sí es en cambio significativo que yo sepa si el año que termina he vivido o sólo me he dejado llevar por la inercia.

Ya tengo claro que ni adelgacé lo que quería, ni hablo mejor otro idioma y podría comer mejor, pero sí que he disfrutado de los buenos momentos, de charlar contigo compartiendo tantas cosas como permite abarcar el corazón. He visto tantas puestas de sol como amaneceres. No importa que éstos últimos fuesen antes de ir al trabajo. Me he fijado en ellos, aún con sueño y ganas de volver a dormirme.

Me he dado cuenta también cuando estabas alegre o triste, cuando has tenido detalles conmigo o si cambiaba tu semblante para volverse más serio. Hemos compartido tantas y tantas cosas: sorpresas, alegrías, pesares, de todo en fin, sin negar que de todo ha de haber. Así es la vida y a eso hemos venido; porque vivir significa tener muchas experiencias.

No voy a negarte que me hubiera gustado terminar el año con todos los triunfos en mi haber, resolviendo los problemas de quienes me rodean y no sé cuántas cosas más, pero no ha sido así. Lo que sí he podido aprender es que la causa y la consecuencia no van separadas jamás en ninguna circunstancia y que no es que el mundo sea injusto, sino que somos nosotros quienes permitimos que sea de una u otra forma si nos comportamos como borregos. Ya estás viendo que cuando la sociedad decide moverse, logra que las cosas empiecen a cambiar.

Y a nivel individual, quizá lo único que yo deba tener claro,  es que mi vida continuará conmigo al mando y, como el árbol, seguiré dando frutos. Los mejores que yo sepa producir. Los que mi sabiduría al enfocar mi atención puedan darse; porque no es posible manifestar cosas de naturaleza distinta a aquellas en las que encuadramos nuestra mente.

Si conservo esto último en mi memoria, como mi mayor tesoro, será la mejor manera de terminar este año y empezar el próximo; un nuevo periodo cargado de buenos propósitos – mis semillas – que tendrán más posibilidades de florecer.

Chole Limón

El camino de la culpa al perdón

¿Debemos sentirnos culpables? ¿Sirve para algo? No cabe duda de que el sentimiento de culpa es uno de los mayores lastres que puede arrastrar un ser humano y que mayor tortura le producen, aunque puede ser que ni siquiera sea consciente de ello.

Y no sólo es un gran peso emocional sino una auténtica carga de profundidad para nuestra salud y nuestra relación con nosotros mismos. No es, por lo tanto, algo que podamos dejar de lado como un tema para resolver más tarde o guardarlo en el baúl del olvido, porque la culpa, como los malos materiales, siempre sale a la superficie sin miramientos.

A lo largo de mi vida, he cometido tantos errores que puedo definirla como una vieja conocida. Y si algo he aprendido es que, si le permitimos acampar en nosotros, nos mina y empequeñece, hasta el punto de escondernos de nosotros mismos ante un espejo y no querer ver ese tema que está pendiente de resolver en nuestro equipaje emocional.

No es necesario haber creado campos de exterminio, ni ser un asesino en serie, puede ser cualquier cosa, hasta la más nimia, en la que no hayamos sabido estar a la altura de lo que esperábamos de nosotros mismos. Quizás, alguna metedura de pata que luego trajera mayores consecuencias que nunca hubiéramos querido; algo que se nos haya ido de las manos y que no fuese nuestra intención que ocurriera.

Cualquiera que se haya equivocado sabe que lo primero es buscar excusas y se pueden encontrar todas las del mundo pero no sirve de nada. Cuantas más busquemos, mejor sabremos que no, que la causa no está fuera sino dentro. Así que, si queremos hacer las paces con nosotros mismos, es necesario emprender un viaje hacia dentro y reconocer qué nos ha llevado hasta esa situación de la que no nos sentimos nada orgullosos. Pero no debemos olvidar que no estamos buscando al culpable con una jauría de perros sino al niño asustado que hizo un estropicio al meter la grapadora en el tostador del pan.

Entonces conoceremos algo más de nosotros, de nuestros miedos, de nuestras carencias y el por qué de nuestro error. Es ahí cuando podremos asumir nuestra responsabilidad y comprenderemos que no es necesario recurrir sin piedad al uso del flagelo sobre nuestras espaldas, que no conduce a nada más que a hacernos daño de la manera más tonta y tampoco sirve como remedio. Castigarse a uno mismo es convertirse en un penitente pasivo que no toma las riendas de su vida y sigue escondido.

Todos sabemos que para limpiar una habitación, primero hay que abrir las ventanas y dejar entrar la luz del sol. Una luz, la nuestra, que sigue brillando de dentro hacia fuera, que puede guiarnos por la mejor senda para reconciliarnos con esa parte nuestra que no conocíamos y no nos gusta: el camino del perdón.

A través de él, encontraremos la fuerza de la humildad para decir: lo siento. Una fortaleza que emana del amor hacia nosotros mismos y que nos permite mirar nuestra relación con los demás como un reflejo de lo que somos. Y puede ser que no te perdonen, incluso que te rechacen, pero tú si sabrás que si vuelve a presentarse la misma situación, aunque sea en otro contexto, quizás dudes, pero conocerás la mejor forma de hacerlo, de manera que te sientas satisfecho contigo y respecto a tu relación con tu entorno.

Seguramente nos seguiremos equivocando en otros temas, el camino de la vida es largo, pero si somos conscientes del por qué de nuestras acciones y de quiénes somos, sabremos hacer lo que consideremos correcto y no nos dejaremos llevar por la inercia.

Chole Limón