¿Generaciones tan distantes?

 En agosto, nos vamos los Martín a la playa de La Torre de la Horadada, provincia de Alicante, donde mi padre alquila una casa todos los veranos junto a la de su hermana, la tía Carmen, que vive en Murcia capital desde hace ya más de veinte años. A la vuelta, a principios de septiembre, me encuentro con Ángel que, a la mañana siguiente, ya me está esperando en la puerta. Sonreímos, como si no hubiesen pasado dos meses. Algo ha cambiado, estoy bronceada y llevo una camiseta que deja adivinar que mi pecho ha crecido y mi cintura se ha definido respecto a las caderas. Según se aprecia, he aprovechado bien el verano para desarrollarme como lo que parece va a ser una mujer que hará girar las cabezas de los hombres. A él, Ángel, le sigo dedicando la misma sonrisa de siempre, sólo que ahora le miro diferente y él lo nota. Bajamos andando hasta la tienda de Maribel – junto a la Catedral – para comprarnos un polo y aprovechamos para contarnos nuestras vacaciones – las mías, disfrutando del mar, las de él, deseando volver a verme. Quedamos por la tarde y nos vemos en el mirador del camino de los Jerónimos. La única diferencia es que, ahora, somos dos jovencitos y no dos niños que suben a tirar piedras.

Nos encontramos a las seis y seguimos subiendo la cuesta para dar un paseo. En verano anochece tarde y no hay prisa. Cuando ya no podemos más, nos sentamos sudorosos al abrigo de un viejo roble escondido de las miradas. No hace falta que digamos que nos apetece estar solos, aunque no haya nadie alrededor que pueda vernos ni oírnos. ¡Qué cosa más difícil darse el primer beso, cuando no se sabe siquiera cómo se ha de continuar! Pero el anhelo muestra enseguida el camino, y medio segundo basta para que dos rostros se acerquen y un suspiro, apenas, para rozarse torpemente los labios, casi con miedo. Eso el primero, porque el segundo parece que si acaba, se te saliera el alma al despegarte. Los ardores del cuerpo suben como el agua hirviendo para la manzanilla de media tarde y nos miramos a los ojos, tomándonos de las manos, porque entre la timidez y la ignorancia, lo mejor es darse un respiro.

–      Candela, con esto ya eres mi novia, ¿sabes?

–      Me lo tenías que haber preguntado antes – sonrío, esta vez, colorada como un tomate. Que sí, tonto, pero esto entre tú y yo, porque si se entera mi padre, a ti te arregla y a mí, me manda con mi hermana.

Ángel calla, como el que lleva las de perder y ningún as en la manga, salvo los besos que, sí sabe, son suyos y de nadie más.

Fragmento Capítulo II – Cómo éramos y en lo que nos convertimos – Flores para Candela. Autora: Chole Limón – copyright 2010.

 

Seguramente, si has nacido hace más de cuatro décadas te resultará familiar este texto, adaptado a tus propias circunstancias. Sin embargo, parece que se trata de tiempos demasiado lejanos y no es así, aunque las costumbres hayan variado tanto. Tanto, que me sorprenden las estadísticas que hablan de que los adolescentes dejan atrás su inocencia a una edad cada vez más temprana. ¿Qué fue de aquellos quinceañeros, de generaciones no tan distantes en el tiempo, que todavía se sonrojaban con el primer beso? Sin moralina, ¿es emocionalmente sano empezar la vida sexual hacia los doce años de edad, cuando aún no se ha abandonado la niñez?    ChL